
El director de Cultura del municipio, Carlos “Charly” Silva, resultó ganador de la motocicleta rifada la noche del sábado 12 de julio durante la Concentración Motociclista, uno de los eventos más concurridos de las Jornadas Villistas. La rifa, promovida por los organizadores del evento en coordinación con el propio municipio, culminó con una imagen difícil de justificar: el alcalde Salvador Calderón fue quien extrajo de la tómbola el boleto con el nombre de Silva, y al anunciarse el resultado, comenzaron los gritos de “¡fraude!” y los abucheos por parte del público presente.
El hecho no pasó inadvertido. La motocicleta rifada —una BMW de alto valor— fue entregada sin reparos al director de Cultura, sin que él ni el presidente municipal consideraran la posibilidad de declinar el premio o invalidar el resultado por razones éticas. Lejos de abrir una investigación o emitir algún posicionamiento oficial que despejara dudas sobre la transparencia del proceso, ambos funcionarios optaron por el silencio y la normalización del hecho. El director se llevó la motocicleta como si fuera un ciudadano cualquiera, sin asumir que su posición dentro del gobierno, su cercanía directa con la organización del evento y su relación con quien sacó el boleto, exigían mayor prudencia.
El conflicto no es legal, pero sí profundamente ético. Que un funcionario municipal gane un premio dentro de un evento público que él mismo ayuda a organizar, y que además sea el propio alcalde quien “al azar” lo seleccione como ganador, representa una falta grave de criterio institucional. La imagen que se proyecta es la de una administración que se permite repartirse premios entre sus miembros, en un evento financiado y promovido en parte con recursos públicos y con aval institucional. Lo sucedido lanza un mensaje de indiferencia frente a la percepción ciudadana, y confirma el distanciamiento entre los principios de transparencia que la administración presume y las prácticas que, en los hechos, tolera.
Este tipo de actos debilita la confianza en las instituciones y pone en entredicho la legitimidad de las actividades organizadas desde el gobierno municipal. Mientras se insiste en construir eventos masivos como espacios de convivencia ciudadana, se olvida que esa convivencia también exige reglas claras, ética pública y límites entre la autoridad y el beneficio personal. Cuando estos límites se cruzan sin consecuencias, la celebración deja de ser de todos y se convierte en un reflejo más de los privilegios del poder.
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